Un nuevo estudio de la Universidad de Northwestern ha permitido utilizar sensores de células artificiales para detectar contaminantes ambientales como fluoruro, plomo y pesticidas.

Los investigadores tienen formas sencillas de medir las concentraciones de dichos contaminantes dentro de los entornos de laboratorio, pero son mucho más difíciles de detectar en el campo, ya que requieren un equipo especializado y bastante costoso.

Un equipo interdisciplinario de biólogos sintéticos está desarrollando una plataforma de sensores que podrá detectar una amplia variedad de contaminantes ambientales y biológicos en muestras reales «in situ». Usando un ribointerruptor para construir un biosensor de fluoruro, el equipo descubrió que podían proteger el sensor y operar de manera similar a como lo hacen las células al encapsularlo dentro de una membrana grasa.

Se demostró que, al modificar la composición y la penetrabilidad de la membrana de bicapa lipídica, podían ajustar y controlar aún más el rendimiento de su sensor. Al utilizar extractos de células bacterianas para potenciar las reacciones de expresión génica (incluido el ARN fluorescente o la proteína que se ilumina en respuesta a los contaminantes) se producen resultados visuales de forma económica y en cuestión de minutos.

La encapsulación y la protección son importantes para que el sensor funcione en entornos nativos reales, como un canal de aguas residuales con muchos otros contaminantes capaces de dañar el interruptor.

El fluoruro se convirtió en una opción de detección evidente porque hay una molécula de ARN natural que lo detecta, lo que permite al equipo diseñar un mecanismo más simple. Pero en el futuro, tienen grandes ambiciones sobre cómo se puede expandir el uso de los sensores.

Por ejemplo, los sensores podrían fluir a través del cuerpo humano para detectar moléculas pequeñas y biomarcadores antes de que el sensor se recupere a través de la orina u otro método pasivo. También se podrían detectar niveles de nitrato en el suelo y ayudar a controlar la escorrentía.

 

FUENTE: Universidad de York